El viaje -es decir, el tiempo que se tarda en llegar al país de destino- es el elemento simbólico de todo el proceso migratorio, del desprendimiento de un "antes" -conocido y querido, aunque insatisfactorio- para llegar a un "después" -sin duda atractivo, pero casi completamente desconocido-. Es un momento tan difícil de vivir como los puntos de inflexión en la vida de cualquier persona.
Para muchos emigrantes italianos, el tren era el principal medio para llegar a los grandes puertos de emigración nacionales y europeos: Génova, Nápoles, Palermo, El Havre... Al igual que los barcos, los trenes y las estaciones de ferrocarril se convirtieron, a partir de mediados del siglo XIX, en el símbolo de la separación sufrida por las familias, que se despedían acompañando a sus seres queridos a la estación de ferrocarril cuando partían hacia sus puertos de embarque. El emigrante Pascal D'Angelo escribe: "Oí el rugido del tren -ni mulas ni caballos para arrastrarlo- y luego el apretón de mi padre instándome a subir al vagón.
A raíz de las políticas de restricción de la inmigración aplicadas por los países de ultramar, tras la Segunda Guerra Mundial se añadieron nuevos destinos a los flujos migratorios italianos, dirigidos ahora hacia los países del centro y norte de Europa. Así, empezaron a cruzar Europa trenes cargados de emigrantes que llevaban a millones de italianos a París, Bruselas, Stuttgart, Zúrich...
A partir de los años setenta, los trenes se convirtieron también en el símbolo de la emigración interna, del sur al norte industrializado de Italia, donde los principales destinos pasaron a ser el triángulo industrial Génova-Milán-Turín.